RSS

16 de julio de 2012

Encarnaciones citadinas: mutaciones narrativas en Sobre suelo que serpentea, de Alejandro León Meléndez



Por Margarita Hernández Martínez


Si la ciudad constituye un espacio físico determinado –sea históricamente cosmopolita o densamente provinciano–, los habitantes encarnan sus múltiples contenidos abstractos –desde las rutinas cotidianas, que imponen orden y movimiento, hasta los sustratos culturales, que confieren tradición e identidad–. Diversificados en las interacciones de arquitectura y memoria; fábula e historia; paisaje e iconografía; realidad e imaginación, forma y fondo se entrecruzan en las posibilidades del arte y de la estética, que ascienden por los derroteros de la geografía urbana para desembocar en la imprevisible libertad de la ficción.

Así, mientras Nueva York, Roma y París –entre otras beldades internacionales– despliegan una prolija existencia literaria –que penetra distintas épocas, voces y personajes icónicos–, localidades como Toluca permanecen en un estatismo inaprensible, ocasionalmente interrumpido por cuentos y novelas que –como ha afirmado Sergio Ernesto Ríos (Toluca, 1981), a propósito de la poesía regional– carecen de “referentes inmediatos” y “anécdotas tangibles”.

De esta manera, más allá de los esbozos fundacionales de Alejandro Ariceaga (Toluca, 1949 - Barcelona, 2004) y su continuación –de raigambre lírica y universalista– en La agonía de la marmota, de Alonso Guzmán (Toluca, 1980), la capital mexiquense ha cobrado vida literaria –al menos, con nombre, apellido y circunstancias específicamente contemporáneas– en un volumen narrativo que enarbola una de sus calles más representativas para construir un discurso heterogéneo, que sorprende por su frescura y desenfado.

Sobre suelo que serpentea, de Alejandro León Meléndez (Ciudad de México, 1976), no se limita a ahondar en las confluencias históricas, gastronómicas y turísticas de Sebastián Lerdo de Tejada –ese fulgurante reptil que escinde la ciudad, entre el agua subterránea, el aire ceniciento y sus erráticos pobladores–, sino que abreva hábilmente en las pluralidades del lenguaje, a través de las cuales consigue transgredir –y enriquecer– tanto las peculiaridades del pacto ficcional como la concepción unitaria del libro, que se desdobla en una galopante variedad de géneros, modalidades y perspectivas.

Conformado –a decir de su autor– por “diez historias mutantes”, Sobre suelo que serpentea recurre al cuento –en numerosos registros compositivos, desde la introspección poética hasta la fantasía pura–, el drama, el guión, el cómic, la crónica, la disertación académica, la epístola y la nota periodística, para englobar las manifestaciones totalizantes –reales e imaginarias– de una ciudad en la que –en apariencia y en superficie– nada ocurre, sino la nostalgia de un pasado de casonas deslumbrantes, un presente de industrias tambaleantes y un porvenir de caluroso concreto. En el trayecto, crímenes, venganzas, mitos y romances se conjugan con un divertido episodio de crítica cultural sobre funerarias y taquerías, salpimentado con un mosaico de personalidades apócrifas –quizás, una evidencia de la confusión y la ignorancia en que pervive la literatura local– que ilustra la descomposición progresiva del discurso académico, transformado en un objeto de melancólico placer e irónico desencanto.

De este modo, Sobre suelo que serpentea logra –sin convertirse en un acta sociológica ni en una ocurrencia veladamente impersonal– fijar los vértigos de una sinuosa arteria urbana que –entre baches y retales de ríos, fábricas y trenes– reúne los variados rostros de una ciudad atrapada entre la ruina y el progreso: industrial y comercial; política y cultural; mítica e histórica, “esta calle es símil, por su distinción, de la propia personalidad toluqueña: cambiante y estática; ligera y pesada; desgastante y alentadora”.

Al mismo tiempo, su autor ha consolidado las herencias divergentes de una formación informal –pues, sin afanes eruditos, se ha desempeñado como guionista, tallerista, lector en voz alta y promotor cultural–, para reformular los límites de la ficción –y los grados de consciencia a su alrededor–: no sólo asume su papel fuera del mundo textual, sino que participa directamente en la acción, desde la escritura de cartas de amor hasta la persecución de fragmentos de nota roja. Así, desenmascara también a los personajes que, conocedores de su condición narrativa, vertebran los acontecimientos mediante breves viñetas, que contrastan con las descripciones acuciosas, los tintes humorísticos y los diálogos veloces, de ritmo absolutamente contemporáneo.

En último término, esta colección de híbridos literarios –ganadora de la Beca de Invierno para cuento 2009, última distinción otorgada por el Centro Toluqueño de Escritores– confluye en la exploración de una idea central: la naturaleza humana, cercada por sus circunstancias inmediatas y sus figuraciones fantasiosas, se enfrenta permanentemente a la convivencia con la cotidianidad y la plausibilidad del asombro. Más allá de la visión anodina de Toluca –al menos, en el imaginario colectivo–, Sobre suelo que serpentea propone una caracterización renovada de escenarios extraídos de la realidad que, ajena a cualquier romanticismo localista, replantea la posibilidad del descubrimiento diario –y azaroso– de la capital mexiquense.

Alejandro Ariceaga (1985), Ciudad tan bella como cualquiera, Gobierno del Estado de México, Toluca.
Alonso Guzmán (2006), La agonía de la marmota, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.
Alejandro León Meléndez (2011), Sobre suelo que serpentea, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.
Sergio Ernesto Ríos (2008), No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a julio de 2012.


* La fotografía que acompaña esta entrada pertenece a Tania Hernández Arzaluz.

8 de junio de 2012

El derrumbe de los mares: cultura e instituciones en el Estado de México



Por Margarita Hernández Martínez


Paradigmáticamente, los últimos dos meses se erigen como instancias inaugurales del ciclo cultural en el Estado de México. Entre la densa dispersión institucional y las múltiples iniciativas sociales, Abril, mes de la lectura y el Festival Nacional de Pantomima –propuestos por la Universidad Autónoma del Estado de México, en colaboración con numerosas organizaciones civiles–, Festinarte y la Feria Estatal del Libro –establecidos, casi una década atrás, por el Instituto Mexiquense de Cultura–, y el Festival Internacional de Cuento Brevísimo Los Mil y un Insomnios –ya hace dos años extinto, frente a la apatía del Centro Toluqueño de Escritores– configuran puertos de paso ante dos celebraciones centrales: los aniversarios del Instituto Mexiquense de Cultura –por ende, del Centro Cultural Mexiquense, hacia finales de abril de 1987– y del Centro Toluqueño de Escritores –hacia principios de mayo de 1983, entre una sucesión de festejos que anula esta fecha y su evidente relevancia–.

Aunque ambos organismos acumulan más de veinte años de experiencias culturales –oscilantes entre el hallazgo, la fundación y la consolidación; entre la inquietud intangible, el entusiasmo iniciático y el vaivén de públicos, gestiones y burocracias–, aún asombra su insoslayable tendencia a la inestabilidad, que desemboca, irrevocablemente, en la ausencia de estrategias viables y valiosas, que incorporen tanto a la sociedad como a los grupos artísticos, los sectores académicos, los medios de comunicación y la –plausible– postura institucional. Frente a los retos involucrados en las transformaciones administrativas –inevitables y, paralelamente, necesarias–, el Instituto Mexiquense de Cultura y el Centro Toluqueño de Escritores han desplegado un escaso interés por la innovación constructiva: han optado por subrayar su indudable importancia histórica –en todo caso, histriónica–, antes que apostar por una oferta atractiva o, al menos, dinámica y constante. A pesar de sus propósitos originales, encaminados a la difusión y el enriquecimiento de las manifestaciones artísticas y culturales –mediante actividades públicas, programas de publicaciones, sistemas de incentivos y mecanismos de comercialización–, sus logros se diluyen entre la variedad de la inconsistencia, que adopta dimensiones francamente preocupantes.

En este contexto, el cambio de dirección del Instituto Mexiquense de Cultura ha resultado tan imprevisible como insatisfactorio. Su presencia mediática, ampliamente enraizada en el ámbito local, se ha debilitado con la notoria pobreza de su propuesta, que ha abandonado la perspectiva artística para decantar su discurso alrededor de la ecología, por ejemplo. Así, Festinarte dejó de lado los episodios históricos –impulsados en emisiones dedicadas a las civilizaciones prehispánicas, las independencias latinoamericanas y la Revolución Mexicana– y centró su atención en el entrenamiento didáctico para el cuidado de los animales –disociado, por supuesto, de cualquier percepción estética–. Del mismo modo, la Feria Estatal del Libro –por lo general, destinada a niños y jóvenes– registró una asistencia exigua, ante la oleada de saldos editoriales que, de ninguna forma –en abierta contradicción con sus objetivos–, encarnan las novedades de la literatura contemporánea.

Más allá, las inconformidades hacia el Instituto Mexiquense de Cultura se han propagado –de manera prácticamente inédita– entre sus servidores públicos –que comprenden desde historiadores y restauradores hasta artistas y gestores culturales–. Mientras los diversos sectores de la sociedad reciben una oferta deficiente, el rumbo de este organismo ha terminado –definitivamente– con una tradición de servicio que, si nunca alcanzó una articulación óptima, tampoco se reveló disfuncional: el interés por la cultura –en ocasiones, superficial; en ocasiones, genuino– ha decaído hasta en su vida interna, a favor de prácticas injustificables en la administración del personal, que ha experimentado modificaciones arbitrarias y riesgosas.

Algo semejante ocurre con el Centro Toluqueño de Escritores, que ha llegado a su aniversario con pocos motivos para celebrar –al menos, auténticamente–. En mayo de 2010, en una entrevista para El Espectador, Porfirio Hernández Ramírez (Guadalajara, 1969), entonces presidente de esta asociación civil, anunció un ambicioso programa de trabajo que, entre la abulia y la negligencia, se ha quedado en el aire. Tras afirmar que “a partir de un conjunto de acciones articuladas, integradas por publicaciones, presentaciones de autores, certámenes literarios, diálogos internacionales y nuevos servicios, el Centro Toluqueño de Escritores habrá de impulsar opciones de recreación y formación estética, en vinculación permanente con las expresiones artísticas que la sociedad está produciendo en el estado y el país”, ha fallado en el fortalecimiento de la continuidad, la renovación y la expansión de sus programas.

Después de la abrupta modificación de la mesa directiva de este espacio cultural –encabezada, a partir de febrero de este año, por Elisena Ménez Sánchez (Teoloyucan, 1970)–, es posible aventurar un balance de carencias y resultados: el Festival Internacional de Cuento Brevísimo Los Mil y un Insomnios –ya presente en múltiples entidades mexicanas y diversas regiones latinoamericanas– se ha suspendido durante dos años consecutivos, mientras que el volumen correspondiente a la emisión de 2010 –según las bases, en colaboración con Editorial Jus– no se ha publicado; las convocatorias para las becas anuales –quizás, las más antiguas y prestigiosas del estado– no han tenido la menor difusión y, luego de la aparición –accidentada y azarosa– de Sobre suelo que serpentea, de Alejandro León Meléndez (Ciudad de México, 1976), no han fructificado en edición alguna. Del mismo modo, el Certamen Sucedió en un “Vallejo-Hospitales” –orientado a recordar a Alejandro Ariceaga (Toluca, 1949-2004), fundador del Centro–, ha permanecido en absoluto silencio –nada se sabe de sus resultados ni del libro derivado de él– y el establecimiento de una sala de lectura –de acuerdo con los estándares pautados por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes– se encuentra completamente estancado.

A la par, la librería ubicada en la planta baja de sus instalaciones –que sustenta precariamente su autonomía financiera y, además, funge como escaparate de sus productos editoriales y promocionales– ha sufrido numerosos altibajos, al igual que los talleres gratuitos y las presentaciones de libros, que se han desvanecido en los últimos meses, después de una época de ávidos movimientos, sustentada en el trabajo y la colaboración externa promovida por Eduardo Osorio (Toluca, 1958).

Así, en un momento de enorme efervescencia cultural, salpimentada con crímenes –como el asesinato de Guillermo Fernández (Guadalajara, 1932-Toluca, 2012), del cual tampoco existen mayores noticias– y manifestaciones –como las germinadas en la Facultad de Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, a propósito de distintas coyunturas políticas–, asistimos al derrumbe de los mares: los públicos se dispersan alrededor de opciones de calidades dispares, cada vez más restringidas, mientras las instituciones demuestran una indolencia totalmente alejada de sus objetivos originales y de las posibles riquezas de su herencia.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a junio de 2012.

14 de mayo de 2012

Deudos y deudores: las salvíficas versiones de Guillermo Fernández




Por Margarita Hernández Martínez


Ante la muerte –tan puntual e imprevisible–, el silencio se impone como un velo cegador: mientras la presencia física se diluye en la quietud, la memoria se aviva entre los aires del pasado. Ante un asesinato –tan ruin y alevoso–, el clamor se agolpa como una ráfaga furiosa: la presencia y la memoria confluyen en el mismo sustrato ceniciento, que se ahoga desde el combate contra la desolación y la perfidia. Sin embargo, ninguna palabra parece suficiente para resarcir el daño, para instaurar justicia y, más allá, para enunciar los poemas dispersados entre el polvo –aquéllos que desvelan la insoportable, pero luminosa, dicotomía de la realidad y el deseo–. Por eso, el esfuerzo vitalicio de Guillermo Fernández (Guadalajara, 1932 - Toluca, 2012) resulta perdurable: en la traducción –abundante y prodigiosa, impregnada de una generosidad incluyente– y en la poesía –discreta y apacible, despojada de absurdas vanidades–, supo anunciar el callado acecho de la muerte y el gozoso arrojo de la vida.

Maniatado en su propia casa, lejano aún de la inasible justicia de los hombres, el autor de Bajo llave pervive en sus rigurosas versiones –ese “mal necesario”, como un frágil puente entre el español y el italiano– y en sus –aparentemente– sencillos “versitos” –nombrados así, con esa connotación humilde y expresiva–. Durante más de treinta años, entregado a su fervorosa pasión vocacional –alimentada por el italiano callejero y sus transformaciones, en las líneas de Umberto Saba, Guiseppe Ungaretti, Alberto Moravia y Cesare Pavese, entre otros variopintos autores–, Guillermo Fernández acuñó una tradición escritural de la cual nos revelamos, ahora, deudos y deudores: esa patria imaginaria, forjada alrededor de las “tablas de salvación” que ofrecen sus acuciosas traducciones, se sostiene en múltiples publicaciones –desde antologías para la Universidad Nacional Autónoma de México hasta colaboraciones cotidianas en La Colmena– y en la indiscutible herencia de un hombre que desdeñó las academias –tan rígidas y distantes– para privilegiar el oficio –tan pausado y placentero– de leer, escribir y viceversa.

Por estas razones, revisitamos dos reseñas de versiones suyas –pertenecientes a la colección La Canción de la Tierra, editada por el Instituto Mexiquense de Cultura–, alrededor de un género literario tan antiguo como la humanidad y tan mudable como la experimentación verbal, con la convicción de que, entre la indignación nacional, debe existir un reducto para la propia voz del poeta.


Las trayectorias de un género literario en Lighea. Un siglo de cuento italiano

Como afirmó Alejandro Ariceaga –responsable de uno de los ejercicios antológicos más bellos y ambiciosos de nuestra entidad: los volúmenes de poesía y narrativa de Literatura del Estado de México. Cinco siglos (1400-1900)–, toda antología resulta del antojo. En efecto, el trabajo de lectura –crítica o placentera–, selección y disposición de un conjunto de piezas literarias depende más de las preferencias del antologador, guiadas por su criterio y sus conocimientos, que de un canon de belleza previamente establecido.

Por estas razones, resulta agradable encontrarse con una antología cimentada en una postura estética y crítica, como en el caso de Lighea. Un siglo de cuento italiano. Distribuida en dos volúmenes, esta obra parte de la traducción, la selección y los comentarios de Guillermo Fernández, quien también ha impartido talleres de poesía y en el Centro Regional de Cultura de Toluca.

Constituido por 37 cuentos, provenientes de la pluma de 30 autores, Lighea. Un siglo de cuento italiano comienza su recorrido con el verismo, la vertiente italiana del costumbrismo, y concluye con la narrativa contemporánea, representada por Antonio Tabucchi. En el camino, se detiene en corrientes tan relevantes como el surrealismo, encarnado en los cuentos de Alberto Savinio; y en nombres tan notables como Italo Svevo, Luigi Pirandello, Giovanni Papini, Giuseppe Tomaso de Lampedusa, Italo Calvino y Pier Paolo Passolini, los cuales comparten las páginas con Elsa Morante, Natalia Ginzburg y Carlo Coccioli, quienes gozan de una celebridad menor, pese a la calidad de su obra.

Así, los textos incluidos en este volumen –con distintos estilos y diversas extensiones– transitan por numerosos temas y perspectivas; no obstante, éstos se hermanan alrededor de las contradicciones de la naturaleza humana. De este modo, exploran la nostalgia y la alegría; el equilibrio y la locura; la concreción de la razón y las sombras de la incertidumbre; las experiencias cotidianas y las sorpresas del destino. Al final, Lighea. Un siglo de cuento italiano aspira a mostrar escenarios y personajes cercanos a la luminosa veta de asombro que subsiste en los acontecimientos de todos los días. En ello, quizás, radica la conexión con sus lectores: en su capacidad para capturar las variaciones de la existencia en un género literario tan antiguo y entrañable.


Los abismos humanos en La boutique del misterio

El cuento se caracteriza por su flexibilidad: lo mismo se condensa en pocas líneas, alumbradas por la pasión y la sorpresa, que se despliega en largas páginas, fascinadas por la vivacidad y el detalle. De esta manera, no se limita a referir los pormenores de una historia –fantástica o cotidiana; anodina o seductora; franca o enigmática–: su estructura también evidencia la percepción del mundo del autor, que puede transcribirse en pinceladas verbales o en vastos paisajes de palabras.

En este panorama –rico y ambivalente a un tiempo–, los cuentos de Dino Buzzati representan una de las revoluciones silenciosas de la literatura europea del siglo XX, signado por la consolidación y la ruptura asistemática de las tradiciones artísticas. Casi desconocidos en Latinoamérica, han vuelto a la circulación gracias al trabajo de Guillermo Fernández –uno de los poetas más propositivos de nuestra entidad–, quien se ha encargado de la selección y la traducción de La boutique del misterio.

Estas narraciones ofrecen una perspectiva renovada de los temores humanos, enfundados en un modelo literario caracterizado por la intuición de la belleza y la precisión del lenguaje. Regidas por “una dimensión artesanal de la escritura” –según acota el prólogo de Italo Calvino–, exploran, a través de ideas decantadas en imágenes concretas, la sencillez de temas tan fundamentales como el asalto de la muerte, el pánico frente a lo desconocido, la revelación de la angustia y el descubrimiento inesperado de la realidad.

Para ello, recurren a un planteamiento maestro de la tensión, proveniente de su experiencia periodística y capaz de progresar conforme saltan, claras y directas, las líneas del relato. Así, exigen una intensa participación de los lectores, quienes deben involucrar, más que su imaginación, su forma de comprender la vida y sus misterios. De este modo, aunque se desarrollan entre extraños laberintos –a veces asolados; a veces salvíficos–, los textos de Dino Buzzati concluyen con un memorable sabor a sorpresa.

Dino Buzzati (2009), La boutique del misterio, trad. Guillermo Fernández, Instituto Mexiquense de Cultura (La Canción de la Tierra / Biblioteca Mexiquense del Bicentenario), Toluca.
Guillermo Fernández (trad. y sel.) (2007), Lighea. Un siglo de cuento italiano, Instituto Mexiquense de Cultura (La Canción de la Tierra / Biblioteca Mexiquense del Bicentenario), Toluca.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a mayo de 2012.

6 de abril de 2012

La ceniza victoriosa: iluminaciones derrotadas en El amor incluso, de Félix Suárez, y Cacerías [Blanco], de Oliverio Arreola



Por Margarita Hernández Martínez


En No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas –antología que concentra un cuarto de siglo de expresiones líricas, personalmente épicas, gestadas y publicadas en el Valle de Toluca–, Sergio Ernesto Ríos (Toluca, 1981) arroja –con la arrebatada contundencia de quien ha abandonado el apacible glóbulo de la cultura local para atestiguar la imprevisible multiplicación del tejido internacional– un conjunto de afirmaciones tan certeras como inquietantes: si los escritores mexiquenses han cultivado un signo común –más allá del arraigo identitario característico del siglo XIX–, éste radica en una preferencia, casi sintomática, por “la introspección, el recorrido interior y la inventiva bajo la superficie”.

Desde su perspectiva, una suma de personalidades “ensimismadas y abstractas” se desprende de cualquier “referente inmediato, paisaje, ciudad o anécdota tangible”, para proponer su discurso –oscilante entre la luz y la pirotecnia– en torno “al mar, la naturaleza, la fauna cerebral, los estallidos intimistas y los símbolos subjetivos”. De la misma manera, si existe un tópico transversal –que entrelaza las continuidades y las rupturas inherentes a toda tradición poética, desde la fragua del lenguaje hasta la configuración contemporánea de sus modelos–, éste gravita alrededor del amor, que asume, a partir de este panorama, una concepción predominantemente racional, más cercana al intelecto que a la materia; a la perfección formal que a la espontaneidad; al impulso definitorio que a la acción.

Dos recientes libros de poemas confirman –y, como obras artísticas detonadoras y depositarias de su propio enfoque estético, contradicen– estas sentencias: El amor incluso, de Félix Suárez (Ixtlahuaca, 1961), y Cacerías [Blanco], de Oliverio Arreola (Villa de Allende, 1974), comparten tópicos –el amor, visto como eterno combate y segura derrota–, intenciones –su exploración individual, proyectada hacia el coro del aparente anonimato universal– y reconocimientos públicos –el primer Premio Literatura del Estado de México y la décima edición del Premio Nacional de Poesía Amado Nervo, respectivamente–. Empero, se distancian en el tratamiento estilístico del lenguaje –testigo de una impronta innegablemente personal, tras décadas de oficio riguroso–, la asunción de un cosmos de imágenes recurrentes –intuido ya desde sus primeros trabajos, editados por el Centro Toluqueño de Escritores– y la –posible, pese al aliento individual de cada texto– estructura narrativa de los versos.

Así, constituyen dos abordajes paralelos de un idéntico sustrato amoroso, que se ramifica –con una inusual fijación por la búsqueda de la belleza, abrevada de los numerosos resabios de la literatura grecolatina– en el extático descubrimiento del cuerpo, las asombrosas correspondencias emocionales y los furiosos estertores de la pérdida. Por lo tanto, despliegan dos rostros contrastantes –tendientes a la mutua completud– de la experiencia pasional, que apuntalan sus similitudes en la contención lingüística –entre la demoledora economía verbal y la libre manipulación de las especies retóricas– y los referentes concretos –entre la construcción de metáforas directas y la exposición de su situación geográfica, espiritual o metonímica–. De este modo, ambos volúmenes se sustraen de los juicios de abstracción ensimismada emitidos por Ríos y ofrecen, a cambio, una conversión del amor cotidiano que consigue equilibrar –a diferencia de incontables manifestaciones actuales– la sustancia poética con sus plausibles refracciones, en esa constelación indeterminada característica de la consciencia colectiva.

En El amor incluso, Félix Suárez decanta –con una paciencia ajena a cualquier estridencia de su exitoso trayecto literario, tanto en México como en el extranjero– una amplia conjunción de imágenes y significados, cuyos primeros atisbos se vislumbran desde La mordedura de caimán y Peleas. Quizás, por vez primera, este poeta, ensayista y editor concibe un libro sólo alrededor de una línea temática, más allá de una estructura poética y estilística –como sucede, con extraordinaria precisión y solidez, en Legiones–. Así, se desenvuelve con el singular aspecto de un comentario al margen; es decir, de una captación –casi instantánea– de los momentos transitados por la pasión carnal, la ternura conyugal y el desencuentro memorioso. Por estas razones, carece de una voz y una forma unitaria; en consecuencia, comprende las pluralidades expresivas que, desde hace treinta años, han poblado la escritura de Suárez.

De esta manera, las manifestaciones del amor se conglomeran en versos flexibles, desde un texto inaugural en prosa –que resume y desvela, desde los ojos serenos del autor, su naturaleza terrible y sagrada; divina y diabólica– hasta una sucesión de estrofas atemperadas en endecasílabos, alejandrinos escindidos y metros impares que trasminan su musicalidad habitual: breve y sentenciosa, más próxima al epigrama que al desbordado desvarío verbal de quien permanece encandilado ante su propio lenguaje. En este espacio formal, las metáforas amorosas convocan, según Oscar Wong (Tonalá, 1948), “un dejo de fugacidad voraz, de perenne llama enfurecida, de ceniza victoriosa”.

En efecto: el luminoso amor, impotente frente a su irrevocable caducidad, se estremece en sus vertientes dulces y terrenas –asociadas al cuerpo y a la tierra: flores, árboles y lluvias conviven con ropa de cama, con un hijo idílico y con mañanas, todavía, animadas por los pájaros– y, en intersecciones de gran intensidad, se exaspera en sus guerras y derrotas –ligadas al extremo de los animales en entidades inabarcables: las bestias aúllan en el alba, aquejadas de una “impávida dolencia”–. En último término, mientras la voz lírica se transforma en Adán, Edipo y Jesucristo; mientras atestigua sus incendios en Cartago, el Cairo y Bali, no parece olvidar su condición –interminablemente– ambigua: “todo lo que hacemos los hombres, / todas nuestras furias y batallas, / tienen acaso el mismo propósito al final: / volver al cuerpo amado”.

Por otra lado, en Cacerías [Blanco], Oliverio Arreola retorna a la metamorfosis del amante en animal –ya prefigurada, con extraordinaria armonía, en Pasión de caza–, para convertir la pasión –con la transparente exactitud de su nombre– en una gesta épica de conmovedoras consecuencias. Un tiburón tan poderoso como frágil –descrito con adjetivos fundidos, de interesantes evocaciones: “pielmacho”, “romperredes” y “abreocéanos”– simboliza los vaivenes del enamoramiento y la ausencia; en tanto, los monólogos –enunciados entre la circularidad y la letanía, a partir de frases anecdóticas y concretas– de una mujer –posteriormente, trocada en flor de múltiples sentidos–, dan parte de su dimensión terrena.

En la inmersión en un mar impredecible –como la vida, que se contrae y se relaja–, el discurso adquiere tintes narrativos –exentos, sin embargo, de cualquier tentativa ficticia– , fundados en el amor hecho combate, cuerpo a cuerpo, entre la cercanía y la ausencia; entre la certidumbre y la disolución; entre la finitud humana y la trascendencia emocional. Así, a pesar de la desolación subyacente, guarda aún una esperanza proverbial: “un implacable Poseidón de los Regresos” acecha la ligera inconstancia de la pareja –que se extiende, en ese afán intemporal, entre todas las parejas–, para anunciar que el amor persiste, más allá del desengaño: de la luz y la derrota.

Oliverio Arreola (2011), Cacerías [Blanco], Consejo Nacional para la Cultura y las Artes / Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de Nayarit / Mantis Editores - Luis Armenta Malpica, Guadalajara.
Sergio Ernesto Ríos (2008), No aceptamos ser iguales: 25 años, 25 poetas, Centro Toluqueño de Escritores, Toluca.
Félix Suárez (2011), El amor incluso, Casas del Poeta / Mantis Editores - Luis Armenta Malpica / Homérica Editores, Guadalajara.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a abril de 2012.

7 de marzo de 2012

Los ejercicios dislocados: nuevos espacios culturales en el Estado de México



Por Margarita Hernández Martínez


Si el Estado de México se enorgullece por la abundancia y la variedad de sus espacios culturales –que superan con facilidad el centenar de ofertas multidisciplinarias, desde museos organizados histórica y temáticamente hasta centros regionales que concentran numerosos talleres de distintas materias, además de una red bibliotecaria que entrecruza auténticas reliquias con acervos obsoletos e insignificantes–, no demuestra la misma preocupación por la calidad de sus propuestas –que oscilan, con una intermitencia desconcertante, entre el raquitismo estético, la pirotecnia conceptual y la imprevisible simplicidad de la belleza–. Despojados de políticas públicas encaminadas a su consolidación, no consiguen sus objetivos originales –que, según el discurso oficial, incluyen la preservación del patrimonio histórico y cultural; el enriquecimiento de la identidad mexiquense; el impulso a la creación, la divulgación y la sistematización de los trabajos artísticos y, en una afirmación reciente, el combate frontal a la delincuencia, la violencia y la crisis social–, sino que languidecen a merced de la burocracia y la indiferencia, con las desventajas que esto conlleva.

La discontinuidad de los planes de difusión, la ausencia de personal realmente interesado y capacitado para la gestión cultural, las preferencias individuales de las autoridades involucradas en su administración y las dificultades para vincular al público –desde el infantil hasta el académico– con las ofertas artísticas han derivado en el denso descuido de estos espacios –que, en ocasiones, se traduce en un deterioro físico de incalculables consecuencias–. Si su origen está impregnado de entusiasmo –basta recordar la inauguración del Museo Torres Bicentenario (José María Morelos y Pavón, esquina Alfredo del Mazo, Toluca), en noviembre de 2010, el cual ha presentado exposiciones plásticas de mediano valor, a pesar de sus vanguardistas instalaciones–, su desarrollo acaba por estancarse.

De esta manera –salvo escasas excepciones–, los foros consagrados a las expresiones culturales se erigen como gigantes desarticulados, depositarios de la nobleza histórica del espíritu humano, pero corrompidos por la ignorancia, la desmemoria y la insensibilidad. Convertidos en bastiones para la exhibición de intereses ajenos –desde la esfera política, que pretende cumplir sus posibles obligaciones con esta faceta de la existencia social mediante la continua edificación de bibliotecas y museos, antes de vigilar la operación de los recintos ya existentes–, funcionan como estandartes de un interés por el arte y la cultura francamente vacuo, constituido alrededor de una espiral viciosa que se traduce, en último término, en actividades pobres, que no despiertan la menor curiosidad –ni siquiera para su cobertura periodística–. En todo caso, se instauran como una fórmula de entretenimiento, incapaz de apelar los propósitos anteriormente planteados –más allá de su validez–.

Desde estas perspectivas, la –aún– reciente puesta en marcha del Centro Cultural Mexiquense Bicentenario –Kilómetro 33.5 de la Carretera Federal México-Texcoco, esquina Manuel González, San Miguel Coatlinchán– se desenvuelve en un panorama desalentador. Inaugurado en agosto de 2011, el vasto complejo de 17 hectáreas de superficie y 35 mil metros cuadrados de construcción –en los cuales se sitúan una biblioteca, una sala de conciertos, un teatro al aire libre, un auditorio de usos múltiples, un edificio de talleres y un conglomerado de espacios museísticos, además de un circuito escultórico, una ciclopista y dos estacionamientos– no sólo destaca por su indiscutible belleza, sino por su intención de atender las necesidades artísticas y culturales de aproximadamente 6 millones de personas, asentadas en 34 municipios del oriente de la entidad. Considerado el proyecto cultural más importante de la región durante los últimos 25 años –es decir, desde la fundación del Centro Cultural Mexiquense (Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, Toluca), en el poco frecuentado casco de la antigua Hacienda La Pila–, promete albergar una amplia diversidad de actividades, desde los conciertos semanales de la Orquesta Sinfónica del Estado de México hasta su propia edición del Festival de las Almas, a punto de cumplir su décimo aniversario de celebraciones en Valle de Bravo.

Pese a estas afirmaciones, este recinto enfrenta una difícil realidad, que sólo podría superarse con la suma de voluntades férreas. En primer término, no resulta totalmente accesible para la población que aspira a beneficiar: enclavado en plena carretera, debajo del Circuito Exterior Mexiquense, limita las posibilidades de entrada a quienes llegan en su propio vehículo, lo cual obstaculiza el arraigo esperado entre los habitantes de la zona –aunque, al cierre de 2011, las cifras oficiales consignan un total de 61 mil visitantes–. Por otro lado, la oferta artística ha sido insípida y desigual: luego del concierto inaugural, a cargo de la Orquesta Sinfónica y Fernando de la Mora –y de un periodo preoperatorio bastante gris–, ha desplegado tanto los recitales del Ballet Folclórico de Amalia Hernández y el Ballet de la Provincia de Shanxi como los talleres de acondicionamiento físico y computación básica, que no sólo parecen irrelevantes, sino que carecen de justificación y revelan la confusión habitual entre apreciación artística, conocimiento cultural y extensión educativa.

Algo semejante podría suceder con el Museo de Historia Natural de Ecatepec –Circunvalación s/n, Jardines de Santa Clara, Ecatepec–, abierto desde enero de 2012 en un inmueble de 2 mil metros cuadrados, en el que se hallan cuatro salas interactivas –en las cuales se encuentran ejemplares disecados de un rinoceronte blanco, un oso negro, un búfalo americano, leones y distintas especies de zorros; además de réplicas de animales prehistóricos, como un tiranosaurio y un mamut, coronados por una mandíbula de tiburón gigante–, un mural con relieves para débiles visuales y una pantalla tridimensional –en la que se proyectan, por el momento, documentales sobre ecología y medio ambiente–. Por otro lado, las actividades comprenden talleres al aire libre, alrededor de temas mejor estructurados, como la elaboración de fósiles.

No obstante, más allá de la inversión general, la creación de empleos y la puntual asesoría de especialistas adscritos a numerosas instituciones nacionales y locales, este espacio debe diversificar sus opciones operativas y solidificar su presencia entre la población, para evitar su conversión en destino obligado de las excursiones escolares, como ocurre con otros museos. La administración de estos foros requiere mucho más que lucimiento político, innovación tecnológica y buena voluntad, a riesgo de transformarse, como resulta evidente, en ejercicios dislocados, carentes de una misión verdaderamente estética, esclarecedora de los vaivenes de la existencia humana.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a marzo de 2012.

10 de febrero de 2012

La renovación periférica: transformaciones narrativas en El cuerpo en que nací, de Guadalupe Nettel, y Los ingrávidos, de Valeria Luiselli



Por Margarita Hernández Martínez


Surgida –desde una perspectiva estrictamente formal– en el centro de vigorosas turbulencias identitarias –entre la glorificación del pasado prehispánico, la abominación de la historia colonial y la perplejidad de un presente colmado de carencias–, la literatura latinoamericana ha experimentado una transformación tan pausada como asombrosa: de los inverosímiles infortunios de El Periquillo Sarniento –quizás la novela fundacional de la narrativa mexicana– a la dinastía con cola de animal de Cien años de soledad –sin duda, la novela representativa de una tendencia que encarna las paradojas creativas del subcontinente–, pasando por los retratos urbanos pluriculturales inaugurados, con variada fortuna, por La región más transparente –tal vez, la única novela valiosa de un autor desvirtuado como opinólogo convenientemente universal–, ha depurado sus recursos lingüísticos, reconfigurado sus modelos, renovado sus influencias y multiplicado sus líneas temáticas y argumentativas. Así, durante las últimas décadas, ha derivado en la producción de algunas propuestas experimentales, rebosantes de frescura y capaces de trascender los tópicos clásicos –la dicotomía entre civilización y barbarie, los exuberantes encantos del costumbrismo, la exposición de ambientes mágicos y la recurrencia de expresiones dialectales–, para introducirse en atmósferas más amplias, de raigambre ocasionalmente cosmopolita y aliento auténticamente contemporáneo.

Si bien no existe nada nuevo bajo el sol, desde estas oscilaciones entre la tradición y la ruptura, que no niegan ni sacralizan sus raíces, la nómina de escritores latinoamericanos ofrece una apertura de géneros y enfoques pocas veces vista en estos territorios. Ante la ausencia de escuelas y movimientos estéticos –lo cual concede tantas libertades como ataduras–, los autores se hermanan alrededor de rasgos comunes, que fluctúan entre una rigurosa formación académica –con intereses paralelos por la crítica y el ensayo, más allá del ejercicio artístico– y una trayectoria periodística en diversos espacios –desde diarios y revistas de las más diversas materias–, traducidas en un dominio del lenguaje que salta sobre divergencias que, antaño, determinaron –deplorablemente– un conjunto de corrientes artísticas.

Después del realismo mágico, el real maravilloso, el auge de la literatura escrita por mujeres y la imitación regional de obras canónicas para la literatura extranjera –como Manhattan Transfer, una novela que cobró características revolucionarias entre los subcontinentales–, la creación latinoamericana ha llegado a un momento de densidad inventiva en el que vale la pena profundizar, precisamente, por su novísimo arraigo en la literatura internacional y sus repercusiones en el ámbito local. De esta manera, mientras el Estado de México se debate entre el abandono de las formas consagradas y la metamorfosis de modalidades ya solidificadas en aires ultramarinos, dos mexicanas han publicado los testimonios de aventuras personales que adquieren –mediante mecanismos narrativos de una concisión imprevista– tintes de evidente generalidad.

En El cuerpo en que nací, Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973) despliega las peculiaridades de un universo novelístico indiscutiblemente propio, tan vigoroso como turbador y tan saturado de sensibilidad como de elementos subversivos –que simplifican la forma y enriquecen el fondo–. Tras la aparición de Juegos de artificio (curiosamente, por el Instituto Mexiquense de Cultura), El huésped y Pétalos y otras historias incómodas, esta doctora en Ciencias del Lenguaje –varias veces galardonada, en México y en Francia– ha dejado clara su atracción por las identidades marginales, envueltas en circunstancias que se alejan, paulatinamente, de la parcela movediza que corresponde –con fines de mero control individual y colectivo– a la normalidad.

Concebida como una especie de autobiografía precoz convertida en relato iniciático, la novela se desarrolla alrededor de la atípica infancia de la autora –quien nació con un defecto visual que resultó menos trágico que revelador–, para reflexionar, desde un torrente lingüístico de alta precisión –similar a un escalpelo monológico, más que confesional–, sobre los componentes absurdos de una sociedad –y una ciudad– monstruosa, que devora las irregularidades hasta provocar escozor en el propio cuerpo. Situada en los años setenta y ochenta –en Latinoamérica, las décadas de las dictaduras, los exilios y los afanes progresistas–, entre la abundancia de los matrimonios abiertos, las escuelas activas y las comunas hippies, la narradora descuella con una voz salpicada de humor negro, que interpreta la realidad desde sus vertientes más crudas y periféricas. De este modo, no se limita a exponer una historia de iniciación y aprendizaje, sino que plantea la construcción de una mirada literaria particular, ajena a las estridencias y la pirotecnia verbal, cuya sabiduría vital radica, en las palabras de Nettel, en la habilidad para manifestar “una apología de la belleza insólita”.

Con una estética semejante –pero un trasfondo formal empapado en factores fantásticos–, Los ingrávidos, de Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), centra su discurso –también inquietante y libre de imposturas retóricas– en la elasticidad del tiempo, el espacio y la personalidad. Una editora residente en Nueva York –transformada, después, en madre y ama de casa– y un fantasmagórico Gilberto Owen –refigurado, antes, en un poeta que asiste al ocaso de sus deseos, en el Harlem de los años veinte– unen sus voces para sondear, a través de vértebras fragmentarias –apenas un nudo de breves y afiladísimos vocablos– en los temas que han preocupado al arte desde sus orígenes: la vida, la muerte y el amor, iluminados a trompicones por la consciencia de la finitud humana y la incertidumbre de la locura, que parece penetrar a quienes se explican el mundo y sus incongruencias a través de la ficción.

Provista de una consistencia impropia de las primeras novelas –que sólo en contados casos escapan de la apasionada nebulosa de su lenguaje–, esta estudiante de doctorado exhibe, entre párrafos delirantes y líneas cercanas al epigrama, una colisión de personajes indefinidos, cuyo anonimato ahonda en la incapacidad de forjar una existencia lineal, pues ésta se encuentra permanentemente atacada por la memoria, la fantasía y los universos alternos, desde el metro neoyorkino hasta la literatura –sea como creador o como lector; como traductor legítimo o apócrifo–. Así, la propuesta inicial –“una novela horizontal, contada verticalmente: una novela que se tiene que escribir desde afuera para leerse desde adentro”, repetida como una letanía, a veces alegre y otras cruel– se subvierte hasta alcanzar, también, la subyugante belleza de lo inútil: de la libertad de asumir la narrativa sin imposiciones de identidad o de exaltaciones falsas.


Valeria Luiselli (2011), Los ingrávidos, Sexto Piso (col. Narrativa), España.
Guadalupe Nettel (2011), El cuerpo en que nací, Anagrama (col. Narrativas Hispánicas), México.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a febrero de 2012.

4 de enero de 2012

De la forma al movimiento: la sensualidad orgánica en Bosque humano, de Flora Goldberg



Por Isabel Estambul


Si la inspiración primigenia del arte radica en la exploración de la naturaleza humana, no resulta extraño que sus manifestaciones iniciáticas se remitan, precisamente, a la reproducción transfigurada del cuerpo. Desde la exuberante celebración de la fecundidad –encarnada en las sorprendentes curvas de las Venus de Willendorf y Lespugue, labradas en piedra y deseo– hasta la descomposición estética propuesta por las vanguardias europeas –centrada en la reformulación significativa de los fragmentos, desencadenada por las numerosas crisis existenciales del último siglo–, la escultura ha convertido el efímero esplendor y la inevitable finitud de la figura humana en una de las vetas estilísticas de mayor convocatoria simbólica, capaz de capturar desde la –aún insuperable– perfección helénica hasta la experimentación con diversos materiales, técnicas, montajes y enfoques, que –con resultados altamente dispares– ahondan tanto en su belleza como en sus propiedades sensibles.

Así, contemplado como cristalización temporal de la armonía eterna; como hogar del dolor y el placer; como estuario entre el universo exterior y su percepción interior; como templo de la sensualidad y la decadencia, el cuerpo humano, en sus variados contrastes interpretativos, permanece expuesto en dos espacios prominentes del arte mexicano. Mientras el Museo Nacional de Antropología –Reforma y Gandhi, colonia Chapultepec, delegación Miguel Hidalgo, Ciudad de México– exhibe, hasta el próximo 22 de enero, Cuerpo y belleza en la Grecia antigua –una selección de 131 piezas de arte volumétrico griego y romano, en diferentes formatos, procedentes del acervo permanente del Museo Británico–, el Museo de Arte Moderno del Estado de México –Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, Toluca– despliega Bosque humano, una colección de 25 esculturas de Flora Goldberg, la cual destaca por su aliento clásico y su originalidad material, oscilante entre la tradición figurativa del desnudo estilizado, provisto de delicados elementos abstractos, y la apertura a la espontaneidad natural de la madera, que construye su propio discurso mediante volutas, muñones y texturas de efectos impredecibles.

Alumna y heredera de las tendencias representadas por artistas mexicanos como Diego Rivera y Frida Kahlo, la también pintora y grabadora nacida en París ofrece una muestra que, indiscutiblemente, se sostiene alrededor de las implicaciones de la vida –en su acepción más amplia– y su metamorfosis en motivo artístico. Para ello, ha elegido un soporte con existencia propia, cuyos rasgos –eminentemente orgánicos– se distancian de las gélidas evocaciones minerales: la madera, cálida y sugerente, aloja una vertiente de sensualidad vegetal que se asume en luz y en movimiento; en ondulación y en profundidad; en maternidad y en erotismo. De esta manera, la propuesta vislumbrada en las piezas que constituyen Bosque humano trasciende la relaboración de la belleza como una finalidad estética en sí misma –lograda, además, con una exactitud excepcional, que atestigua el largo oficio multidisciplinario de su autora–, para articular un diálogo alrededor de los sentidos contemporáneos del cuerpo.

Como resultado, las esculturas de Flora Goldberg recurren a numerosos elementos visuales de gran expresividad –y de imprevistas significaciones–, desde el color natural de las maderas –entre las que sobresalen cedro, caoba, sabino, ceiba, nogal y jacaranda– hasta la armonía de sus perfiles, que se desprenden, con una desenvoltura inusual, de los troncos y las ramas delicadamente desbastados por la naturaleza –como “Arrecife” y “La canoa”–. Así, su visión demuestra una estimulante heterogeneidad que, paralelamente, evoca formatos monumentales, apenas insinuados con suaves trazos y hendiduras –como “Una faena”–, y conjuntos de figuras entrelazadas y abstractas, de impactos tan atractivos como perturbadores –como “Dos más uno” y “Encuentro”–. En el trayecto, la exposición se complementa con una especie de ensayos clásicos, que rememoran la estructura canónica de la proporción corporal –como “Venus”, “Adonis” y “Afrodita”– y consiguen actualizarla mediante su inserción en la atmósfera renovada, indiscutiblemente reveladora.

La comunión de estas características produce un repertorio alejado de los convencionalismos y más cercano a la aprehensión posmoderna del cuerpo, que se concibe y se comparte desde perspectivas múltiples: desde la fusión carnal de una pareja que se mira fijamente hasta la súbita transposición de tres cuerpos que se acarician y demudan, pasando por la breve inocencia de las rondas infantiles y el silencio contemplativo del reposo y la meditación, las esculturas de Bosque humano se sumergen en su íntima voluptuosidad para devolver una imagen reflexiva, densamente dinámica y sensorial, a sus espectadores. Abierta hasta el 29 de enero en el Museo de Arte Moderno del Estado de México, esta muestra coincide con Holistic Landscape. Variantes del paisaje, de Juan Luis Rita, que también propone, desde una óptica innovadora, la recomposición de un género artístico consagrado, titubeante entre la tradición y la ruptura, pero signado por la búsqueda inextricable de la belleza.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a enero de 2012.

16 de diciembre de 2011

De la figuración a la abstracción: una trayectoria por Holistic Landscape. Variantes del paisaje, de Juan Luis Rita



Por Margarita Hernández Martínez


Desde el siglo XVII –con su consagración como género autónomo, entre las delicadas pinceladas flamencas y holandesas–, la pintura del paisaje se ha desenvuelto en una tradición tan sólida como contrastante: marcada por los vaivenes de la barbarie a la civilización; de la memoria bucólica a la inmediatez urbana; de la objetividad absoluta a las digresiones de la interpretación, encarna una de las vertientes con mayor permanencia y transformaciones artísticas, que ha superado su simple papel de acompañamiento –como fondo de escenas y retratos– para configurar una tendencia con características y propósitos propios –capaz de pervivir más allá de los detalles instantáneos de la fotografía–. Así, ejemplifica dos preocupaciones esenciales del ser humano –y, por extensión, de las expresiones visuales–: la identificación individual con el entorno –oscilante entre el reconocimiento y el asombro– y su transfiguración mediante la experiencia y la mirada –tan diversa y, al mismo tiempo, tan consistente con los planteamientos historiográficos, desde los trepidantes búfalos de las cuevas de Altamira hasta la imbricación material e ideológica de las manifestaciones actuales, con desiguales resultados–.

Heredero –y, tangencialmente, transgresor– de este amplio bagaje de significados, Juan Luis Rita (Ciudad de México, 1972) presenta Holistic Landscape. Variantes del paisaje, una serie de acrílicos y óleos que, conceptualmente, recurre a este género pictórico para explorar las confluencias entre la realidad y sus metamorfosis estéticas; la percepción individual y la emoción colectiva; la figuración y la abstracción. Abierta en el Museo de Arte Moderno del Estado de México –Boulevard Jesús Reyes Heroles 302, delegación San Buenaventura, Toluca– hasta el próximo 29 de enero, esta exposición recorre –en veinticinco eclécticas piezas de mediano y pequeño formato– las facetas sucesivas de la descomposición de una variedad de escenarios campestres y citadinos, desde volcanes inmersos en niebla hasta edificios coronados de luna y de smog, pasando por árboles bañados de luz, senderos extraviados en la perspectiva horizontal y colores superpuestos que apenas insinúan la presencia vegetal. De esta manera, consigue ilustrar –más allá del afán eminentemente didáctico– la evolución lógica de los procesos creativos desde un panorama doble: como la apropiación de una tradición –que persiste más allá de su propuesta, aunque se enriquece con ella– y como la probabilidad de integración introspectiva del paisaje –en la cual radican tanto su innegable subjetividad como su acendrada belleza–.

De este modo, la muestra del también fotógrafo, museógrafo, crítico y promotor cultural asciende a una configuración holística que justifica tanto su nombre como sus intenciones: reúne las dispersiones interpretativas del paisaje, la naturaleza y la intervención humana –ineludiblemente ligadas a sus más de veinte años de trayectoria multidisciplinaria– y les concede un sentido distinto, relacionado, por un lado, con la composición interna de las piezas –en las cuales los elementos se desatienden o se exageran, para profundizar en sus posibilidades expresivas– y, por otro, con la proyección de su conjunto en el espacio –la cual construye un discurso estético que dialoga con la historia y la tradición–. En consecuencia, recursos como la luz y la sombra; los contrastes y los claroscuros; la sugerencia de volúmenes y texturas, se condensan en la gestación de ambientes que, impregnados por una paleta que roza la monocromía o estalla en colores intensos, encuentran su impresión última en la apreciación de los espectadores.

Así, desprovistas de cédulas y montadas directamente sobre muros de tonos discretos, en una sala pequeña con iluminación natural, las obras que constituyen Holistic Landscape. Variantes del paisaje despliegan la transgresión de lo meramente fidedigno y sorprenden por su ductilidad visual. Mientras conservan la espontaneidad fundamental de la primera intención, también transmiten la delicada depuración de los detalles planificados. Como resultado, la exposición se define por un indiscutible aliento experimental que, según su autor, “pretende la trascendencia del cambio y del atrevimiento, puesto que reúne aspectos visuales, conceptuales y hasta filosóficos, en una misma proposición”. En efecto, una muestra con estas características –presentada con humildad, pero sustentada en un vasto conocimiento, teórico y práctico, de las generalidades de la pintura y las particularidades del paisaje– rememora los principios genésicos y evolutivos del arte –en toda su amplitud, más allá del sonido y el silencio; del movimiento y la quietud; de las palabras y el hallazgo de nuevos lenguajes–: la transformación del exterior al interior; la mediación de la subjetividad en la aprehensión de las figuras cotidianas.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a diciembre de 2011.

18 de noviembre de 2011

Amélie Nothomb: episodios de una deidad belga



Por Cristian Lagunas


“Las palabras son el espejo”. Para Amélie Nothomb (Kōbe, 1967) ha sido fácil adoptar su propia frase. Hija de un diplomático belga, pasó sus primeros años descubriendo el lenguaje: en una ciudad que recuerda el Japón antiguo, Nothomb aprendió un idioma híbrido, entre francés y japonés, que se complementó con la exploración de las costumbres niponas. Una de ellas dicta que todos los niños menores de tres años deben ser considerados como deidades: así, la futura escritora se autodenominó Dios. Esta experiencia primigenia aparece en Metafísica de los tubos (Anagrama, 2001), una novela autobiográfica que se suma a una colección de libros que narran episodios de la infancia y la juventud de su autora.

Tras el hallazgo accidental de su nacionalidad belga, ocurrido por el sabor del chocolate blanco, la familia de Nothomb es destinada a Beijing. El amor y la hostilidad de una guerra ficticia son los temas que, desarrollados en un gueto de esta ciudad, desglosa en su segunda novela: El sabotaje amoroso (Anagrama, 2003). A medida que crece, cambia de residencia a países como Estados Unidos, Laos y Bangladesh, en los que desarrolla un hambre excesiva que, con el paso de los años, se acrecienta hasta convertirla en víctima de su propio cuerpo. En Biografía del hambre (Anagrama, 2006), compara este proceso de crecimiento con el de la metamorfosis kafkiana.

Finalmente, en 1984, con diecisiete años, Nothomb desembocó en Bélgica, un país en el cual se sintió extraña –en parte, debido a una identidad que siempre asumió nipona– y en donde estudió Filología Románica en la Universidad Libre de Bruselas. Esta ciudad se transformó en el atroz escenario de una de sus novelas no autobiográficas: Antichrista (Anagrama, 2005). Al concluir sus estudios, decidió instalarse en Tokio y dar clases de francés. Así comienza Ni de Eva ni de Adán (Anagrama, 2009), una novela que retrata su relación amorosa con Rinri, un japonés que la impulsó a redescubrir la cultura de sus años tempranos. A la par, comenzó a trabajar en una importante compañía local, en la que sufrió un descenso jerárquico desde el departamento de contabilidad hasta el aseo de los sanitarios. Con cruel humorismo se desarrolla esta etapa en Estupor y temblores (Anagrama, 2004), con la cual ganó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa en 1999 y que destaca aún como su libro más célebre, adaptado por el cineasta Alain Corneau (Orleans, 1943 - París, 2010) para la pantalla grande.

Con Estupor y temblores se cierra, hasta ahora, un conjunto de novelas autobiográficas que se complementa con una segunda vertiente de relatos rápidos, directos, que se introducen en una trama que –aparentemente– se desarrolla de una forma determinada, pero que cambia su curso a partir de la mitad, desorientando y fascinando a los lectores. Tal es el caso de Diario de golondrina (Anagrama, 2008), en la que un sicario insensible despierta sus emociones a través de la bitácora robada a una de sus víctimas. La música de Radiohead, a manera de banda sonora, acompaña numerosas escenas. Este mecanismo se repite en Diccionario de nombres propios (Anagrama, 2004), una novela de trama simple: una debutante de ballet, movida por su culto a la danza y al prototipo de belleza, mutila su cuerpo y se convierte en su propia enemiga. Este tema –convertirse en enemigo de sí mismo– es el eje principal de algunos otros textos: Higiene del asesino (Circe, 1996) y Cosmética del enemigo (Anagrama, 2003), ambos construidos como diálogo entre dos personajes. Sus protagonistas se desdoblan y muestran un pasado doloroso que no han podido ocultar.

Mientras tanto, una de sus novelas posteriores, Ácido sulfúrico, explora el mundo de los reality shows con una historia cruel que une los horrores del holocausto con la sociedad actual. En este último libro, la perversión es llevada al extremo: los participantes de un programa de televisión son expuestos al público y uno de ellos es ejecutado –a sangre fría– cada semana, a petición de los votantes.

Es fácil decir que el estilo de Nothomb es sencillo: lo suyo no es la construcción compleja. En vez, hace juegos de palabras y narra las situaciones más cotidianas con un lenguaje fuera de lo común, la causa de su humor característico. Sus novelas se escriben con pluma Bic de tinta azul, en un ritual de una disciplina equiparable a la japonesa: trabaja todos los días de cuatro a ocho de la mañana, en un cuaderno escolar de hojas cuadriculadas, a veces sobre la tumba de algún cementerio cercano, bebiendo medio litro de té negro. Conserva este hábito desde muy joven, cuando se convirtió en escritora casi accidentalmente, después de su regreso de Tokio a Bruselas: “Bueno, querida, ¿qué vas a hacer de tu vida? Te pasaste repitiendo que te ibas a ir a vivir a Japón a hacer tu vida. Ya ves cómo has fracasado, ¿cómo vas a ganarte el pan?, ¿qué piensas hacer? Escribes novelas desde siempre, ya has escrito diez. Por supuesto, deben ser muy malas y ningún editor querrá publicarlas jamás, pero no es grave. Vienes de sufrir una gran humillación en Japón, puedes continuar desilusionando a la gente, pero no puedes caer más bajo”.

Su primera novela, Higiene del asesino, fue publicada poco tiempo después, consiguiendo éxito entre la crítica de inmediato. Sus obras han sido traducidas a una veintena de idiomas y no es de extrañarse que, en 2000, el público francófono la haya elegido como su escritora favorita menor de cuarenta años. Esta prolífica autora se ha convertido, con sus historias de cuento de hadas convertidas en pesadillas; con sus tramas sugestivas y lejanas de lo solemne, en uno de los fenómenos literarios y editoriales europeos de los últimos años.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a noviembre de 2011.

4 de octubre de 2011

Crónicas de instantes: el paisaje apacentado en Sonetos del tiempo, de José Yurrieta Valdés



Por Margarita Hernández Martínez


En estos tiempos de versos libres, la poesía –ese lenguaje susurrante de canciones imprevistas– ha aprendido a desatarse con dispares consecuencias: desde las largas perplejidades de Walt Whitman hasta la abundante –e inevitablemente anónima– pirotecnia verbal de los últimos años, pasando por las luminosas alucinaciones de Arthur Rimbaud y las delicadas estampas de Ezra Pound, la composición poética ha desbordado los vacilantes cauces de la tradición en un vaivén que destruye y afirma; que debate sus posibles fronteras y consolida sus preocupaciones comunes. Así, las percepciones sobre la existencia, la muerte y el amor –resumidos, en sus múltiples confluencias, en un doloroso poema de Miguel Hernández– han superado las metamorfosis formales y han prevalecido como el corazón vivo –y densamente vivificante– de un panorama artístico que, con cada nueva interpretación, se atempera y se enriquece.

Desde estas perspectivas, Sonetos del tiempo, del decano universitario José Yurrieta Valdés, se yergue como la confirmación –y la variación, inevitablemente personal– de una tradición poética que abreva en el limo fundacional del siglo XIII –en una Italia convulsa entre insólitos lenguajes– y se actualiza en la aprehensión del paisaje mexiquense –territorio entrevisto por Sor Juana Inés de la Cruz y perfumado, siglos después, por Enrique Carniado–. En este contexto, esta colección de veinte piezas formalmente impecables –desde la configuración endecasílaba hasta la disposición estrófica, provista de irradiaciones concluyentes– asume a la poesía en su vocación rítmica, poblada de metáforas que, desde su íntima precisión, encarnan, entre el fervor y la cadencia, el misticismo del tiempo apacentado.

Para ello, el autor recurre a su instinto de cronista, el cual le permite capturar, en apenas catorce versos, pacíficos itinerarios del amanecer al ocaso; de las reminiscencias prehispánicas a la memoria contemporánea, y –en sus versiones más sintéticas– de un instante al siguiente. Estas travesías verbales, despojadas de la prisa de cualquier intento narrativo –desde la historia colectiva hasta las impresiones individuales–, se concentran en un conglomerado de horizontes que, observados a vuelo de pájaro, se animan con interacciones propiamente humanas. De esta manera, bajo soles y lunas que precipitan –y modulan– la luz, el ciprés llora, la neblina respira, la lluvia gime, las sombras trotan y un abeto regaña a la hierba y conversa con los arbustos. Los volcanes, teñidos de cualidades ígneas, exhalan una serenidad insospechada, mientras la mano humana se sumerge en alientos espectrales: casi invisible, se posa en los poemas sólo mediante la remota construcción de arquitectura religiosa.

Por otro lado, estas hermosas edificaciones –que convocan las (en muchas ocasiones, olvidadas y destruidas) bellezas de la arquitectura mexiquense– constituyen una segunda vertiente metafórica que se revela, carente de urgencias y pletórica en esplendores, en Sonetos del tiempo. Temerosas torres barrocas, airosos semblantes levantinos, frontispicios rebeldes y claustros blanquecinos se conciben, a semejanza del autor, como espectadores de la amplitud del tiempo, transparente de tan holgada paciencia. Acordes con la atmósfera que atraviesa pabellones y paisajes, palomas y cuervos sostienen los movimientos mínimos del aire, que alcanzan su culminación en poemas como “El Convento de Tecaxic”: un recinto casi abandonado, habitado de astros y reptiles, dobla sus campanas y acoge a un pueblo melancólico, apenas trazado en polvorosos murmullos.

Así, entre bronces y penumbras, el paisaje asciende, desde los memorables versos de José Yurrieta Valdés, a un estado místico renovado: los árboles devienen catedrales y el silencio contrae un significado –fascinantemente– sagrado. Ante la veneración poética de la creación, Sonetos del tiempo recobra la atención a los detalles, a su transformación rítmica e imaginativa, a sus evocaciones sensibles y, sobre todo, a su depuración en la sencillez. Con un espíritu de asombrada humildad, su autor profundiza en las cualidades esenciales del arte –la posibilidad de la trascendencia a través de la contemplación y la forja estética– sin olvidar su naturaleza efímera, delicada e inasible; en suma, densamente pasajera.


José Yurrieta Valdés, Sonetos del tiempo, La Tinta del Alcatraz (col. La Hoja Murmurante), núm. 400, Toluca, 2011, 20 pp.


* Texto originalmente publicado en la página cultural de El Espectador, correspondiente a octubre de 2011.